Ediciones desde el borde

Artesanía editorial

El incidente de los cinco jamones (veganos)

Colisión entre dos planetas

Un choque de sistemas y el arte de la reparación.


A veces, las interacciones más cotidianas se convierten en ventanas inesperadas a la complejidad de la mente humana. Una simple ida al supermercado puede transformarse en una clase magistral sobre autismo, comunicación y la crucial diferencia entre lo que se dice y lo que se entiende.

Todo comenzó con una petición clara, al menos para mi hijo de siete años: necesitaba «cinco jamones» para su proyecto culinario. Para su cerebro, que opera con una lógica interna precisa y a menudo literal, «jamón» era la unidad relevante. Pero para mí, su madre, que navego el mundo a través de sistemas y categorías aprendidas, la petición se tradujo instantáneamente a la unidad de compra estándar: «cinco paquetes de jamón».

Ahí se produjo el primer cortocircuito, un choque de literalidades. Ambos cerebros —dentro del espectro autista— procesan la información de forma directa, pero sus diccionarios internos no coinciden. Para el niño, «jamón» significa la lámina individual que necesita. Para la madre, significa el producto tal como se vende. Nadie está equivocado; sencillamente, operamos con sistemas de unidades diferentes.

Mi reacción fue igualmente lógica desde mi perspectiva. Cinco paquetes era una cantidad excesiva, ilógica para una receta infantil. Mi cerebro de «arquitecta», que necesita orden y eficiencia, clasificó la petición como un error y activó una respuesta de rigidez: «solo compraré uno, a lo sumo dos». No era una negativa caprichosa: era la aplicación de una regla lógica a un dato que consideraba incorrecto.

El viaje al supermercado se convirtió entonces en una escalada de tensión, un choque de rigideces. El niño, cuya necesidad de las cinco láminas era real y fundamental para su plan, no podía entender por qué su petición lógica era rechazada. Su insistencia («¡tienen que ser cinco!») no era un desafío: era un intento desesperado de corregir un error en el sistema de comunicación. Yo, por mi parte, me mantenía firme en mi decisión, basada en mi análisis inicial. Dos arquitectos, cada uno convencido de tener el plano correcto, construyendo muros en lugar de puentes.

El colapso llegó en el supermercado. Ante la continua invalidación de su necesidad, el sistema nervioso del niño alcanzó su límite. La desregulación que siguió —llanto, agitación— no fue una rabieta manipuladora: fue un fallo del sistema. Su cerebro, incapaz de procesar la frustración y la incongruencia, entró en modo de emergencia.

Y aquí la historia gira: de conflicto a lección de conexión. La intensidad de la reacción del niño actuó como señal de alarma crítica para mi cerebro analítico. Entendí que mi conclusión inicial no explicaba la magnitud del colapso. Tuve que reabrir el caso, reevaluar los datos. «¿Y si “jamones” no significaba “paquetes”?». La epifanía —«láminas»— llegó como la clave que descifra el código.

Lo que siguió fue, quizá, una pequeña obra de arte de la reparación. No minimicé el incidente ni culpé al niño. Hice algo más radical: validé ambas realidades:

  • Identifiqué el problema como un fallo en el sistema de comunicación: «ha habido un error… no nos hemos entendido».
  • Ofrecí un análisis lógico de la confusión, dándole herramientas para comprender qué había pasado.
  • Pedí perdón, asumiendo mi parte en el malentendido.
  • Y, sobre todo, le puse nombre a la dinámica con una frase de honestidad y ternura inmensas: «Hemos chocado en nuestros autismos».

Esa frase transformó un momento de conflicto y dolor en una lección compartida sobre nuestros propios sistemas operativos. Normalizó el choque, lo despojó de culpa y reafirmó nuestra alianza como dos mentes singulares navegando juntas un mundo complejo. La risa final no fue de alivio: fue de reconocimiento.

La historia de los cinco jamones es mucho más que una anécdota. Es un recordatorio de que la comunicación no es solo lo que decimos, sino lo que el otro entiende. Y que, en el inevitable choque de sistemas, la verdadera conexión no nace de tener siempre la razón, sino de la valentía de reparar: pedir perdón, explicar el error y reconocer —con humor y amor— que, a veces, simplemente, nuestros autismos chocan.

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