Au: autismo – DHD: tDAH
Hoy me desperté reflexiva, pensando en esas relaciones AuDHD que fracasaron, cuando se suponía que estaba todo en sintonía para que no fuera así. O al menos eso decía el papel: dos autistas, TDAH, con un nivel cognitivo alto.
Conversaciones largas, refugios neurológicos que siempre terminaban por la intensidad.
Pienso en esos cuentos, historias o artículos idealizados que escribo sobre esos encuentros que luego terminan mal por lo mismo que empiezan bien.
No hablo solo de mí: también lo veo en otras personas con un perfil parecido, esas relaciones que desde fuera parecen «perfectas», en las que inevitablemente piensas: ¿cómo hacen?
La sincronía parece tan evidente… y de pronto la relación termina por la misma razón.
De ahí nace esta reflexión.
Cuando dos personas AuDHD se encuentran, no es solo compatibilidad: es como si dos semillas por fin cayeran en un mismo tipo de suelo. Algunas plantas, si comparten raíz demasiado cerca, se ahogan entre sí; otras, en cambio, se reconocen, se entrelazan y se ayudan a crecer. El alivio es inmediato: no hay que forzarse para florecer en el mismo clima.
Los silencios no asustan, los cambios de tema no desconciertan, y la intensidad deja de ser algo que haya que disimular.
La comunicación es directa, veloz, a veces entrecortada; pero detrás de cada pausa hay comprensión.
Hay una honestidad que no pasa por la emoción teatral, sino por la exactitud:
“Te entiendo incluso cuando no encuentro las palabras.”
Lo maravillo es que el vínculo puede ser un laboratorio de hiperfoco compartido. Cuando ambos están regulados, la sinergia es deslumbrante: piensan, crean, planifican o sueñan con la misma frecuencia dopaminérgica.
Hay humor rápido, lecturas profundas, comprensión sensorial mutua. Esa coincidencia hace que la relación se sienta como un hogar neurológico, una habitación donde el mundo por fin tiene sentido.
Pero lo desafiante es cuando los dos sistemas se desincronizan y el vértigo es igual de fuerte. Si entran en hiperfocos distintos, desaparecen uno del otro. Si se desregulan al mismo tiempo, el caos se duplica: nadie mantiene el timón.
El ruido interno de uno amplifica el del otro, y la fusión emocional se vuelve sobrecarga. El riesgo no es no entenderse, sino entenderse demasiado: leer al otro con tanta precisión que se confunden los límites entre su ansiedad y la tuya.
La conexión puede volverse espejo hasta perder el contorno.
La clave: autoconocimiento
En las relaciones AuDHD, el amor sin autoconocimiento se derrite por exceso de calor. Hace falta saber cómo funciona cada sistema:
qué lo activa, qué lo regula, cómo se comunican las fases.
Nombrar los estados sin culpa:
“Hoy mi TDAH necesita moverse.”
“Hoy mi autismo necesita silencio.”
Esa claridad evita que el vínculo sea un campo de corrección mutua. Permite acompañar sin invadir, ofrecer estructura sin imponer, y elegir cuándo dejarse contagiar y cuándo tomar distancia para respirar.
Lo que necesitamos dos AuDHD para no colapsar
- Lenguaje compartido. Nombrar lo que nos pasa en lugar de esconderlo.
- Espacio físico y mental. Poder retirarse sin dramatismo.
- Ternura sensorial. Cuidar cómo tocamos, hablamos, miramos.
- Flexibilidad con estructura. No todo debe ser orden, pero algo debe sostener.
- Memoria emocional. Recordar que el otro no es el enemigo cuando está desregulado.
- Curiosidad permanente. Seguir preguntando: “¿Así te pasa a ti también?”
Dos AuDHD juntos pueden construir un refugio fuera de las reglas del mundo, si aprenden a usar su intensidad como lenguaje y no como arma. El secreto no está en evitar el caos, sino en reconocerlo a tiempo y no dejar que la tormenta borre el mapa.
Y en eso, eres madre
Y esto no solo ocurre en las relaciones de pareja o amistades. También, en mi caso, lo vivo con mi hijo, que tiene un perfil similar al mío y muchas veces nos desregulamos el uno a la otra. Pero como soy yo la adulta, me toca estar pendiente del estado en que estamos y de por qué la sincronía falla.
Estos días ha estado pasando justo eso: no nos encontramos, discutimos mucho. Discutir con un niño como él no es como discutir con un niño “estándar”.
Su nivel cognitivo es muy alto, pero su desarrollo emocional es el de su edad, y eso vuelve cada intercambio denso. Sus argumentos y análisis son de alguien mucho mayor —a veces más lúcidos que los de algunos adultos—, pero sus reacciones emocionales no acompañan, y eso a veces se me olvida.
Cuando dice cosas como:
“Lo que estás haciendo va en contra de cualquier principio democrático porque no me dejas expresar mi desacuerdo en una decisión unilateral tuya”
o un
“Dímelo tú, se supone que la adulta eres tú”
Si yo estoy desregulada, me cuesta recordar que tiene siete años. Y si intento tratarlo “como a un niño”, responde:
“¿Me estás tratando como si fuera tonto o me equivoco?”
Vivir con un niño así es un gimnasio mental constante:
un entorno donde el desafío cognitivo está siempre presente,
y donde el amor también pasa por la autorregulación.
Estos días no nos sincronizamos.
Y ahí entendí que, si el autoconocimiento es importante para cualquiera, para quienes compartimos esta arquitectura neurológica es vital.
De él depende no solo cómo amamos, sino cómo coexistimos.
Y cuando se trata de tu hijo, no hay opción: es una obligación.
Cada vez que esa sintonía aparece, cuando logro ver dónde está la fricción estéril y volver a encontrarlo, siento que, de alguna manera, estoy reparando a la niña que fui. Aquella que razonaba con lógica de adulta y solo encontraba respuestas físicas o silencio.
Cada instante en que puedo hacer distinto lo que conmigo no supieron hacer, es un acto de reparación del vínculo y de memoria.
Una forma de decirle a esa niña que su manera de sentir y de pensar nunca fue el problema.




